Leila Amat Ortega |
La llamaba Ave. Eran tan silenciosa como una lechuza, tan
ligera y escurridiza como el agua del riachuelo que se remansa y se hunde, allá
en el puente de los espejos. La seguía, la imitaba, quería ser ella. “Dime tu
nombre, también lo quiero” le rogaba cuando nadie la veía. El día del eclipse
se lo dijo: “me llamo Claiborne, Dolores Claiborne”. Ahora ambas son risa y
viento.