De
las tres amigas, una tenía una herida de la que ni ella misma conocía el
origen. Y es que el hecho de que el objeto hiriente fuera invisible y mutante
hacía muy difícil su identificación. De las dos restantes, una carecía todavía de criterio y seguía el rumbo que marcaba la tercera. Ésta, no sabía de la existencia de la herida de la primera, pero la intuía por los
leves gestos de dolor que era capaz de provocar en ella cuando su propio
malestar rebosaba los límites. Pero llegó la cuarta, el bicho más raro. Dormía cabeza abajo. Para ella el sur era el norte y no parecía
importarle Nada la opinión de los demás. Su mano agarraba fuerte y en sus ojos acababas viéndote. Nunca me mintió.
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